Los paisajes y la arquitectura del vino en Mendoza

Los paisajes y la arquitectura del vino en Mendoza,

desde la colonia a nuestros días

por Liliana Girini

Instituto de Cultura Arquitectónica y Urbana (ICAU), Facultad de Arquitectura, Urbanismo y Diseño, Universidad Mendoza

Resumen

El presente artículo tiene la finalidad de plantear una mirada panorámica de la evolución de los paisajes y de la arquitectura del vino en Mendoza a lo largo de sus más de 400 años de historia. A lo largo del tiempo la vitivinicultura ha pasado por distintas etapas: la de origen o criolla (1561- 1810); la de transición (1816-1885); la industrial (1885 -1980) -con su momento de apogeo y de crisis- y finalmente la etapa que estamos transitando actualmente: de resurgimiento. Cada una de ellas ha dejado testimonios materiales e inmateriales que las caracterizan y que expresan mensajes con significados diversos relacionados a los intereses y prácticas de cada época. Esta breve síntesis tiene el objetivo de colaborar en la comprensión de los paisajes actuales y su arquitectura a partir de la interpretación de los procesos históricos de formación y de transformación a fin de rescatar la memoria, dilucidar sus problemáticas y sus potencialidades.

Palabras clave: paisajes, arquitectura, patrimonio del vino

El paisaje natural:

Mendoza, ubicada en el centro oeste argentino, es la región vitivinícola más importante del país, concentra el 70% de producción de uvas y vinos, con más de 150.000 has. cultivadas. Las condiciones óptimas de la región con altitudes entre los 650 y los 1000 m.s.n.m., escasas lluvias, inviernos rigurosos y veranos cálidos, marcada amplitud térmica, buena insolación de las uvas, suelos pobres y grandes ríos de deshielo, fueron propicias para el cultivo de la vid desde los tiempos de la colonización. El Oasis Norte, irrigado por los ríos Mendoza y Tunuyán fue históricamente la zona poblada desde la época prehispánica, y donde se desarrolló la vanguardia de la vitivinicultura Argentina.  El Oasis Sur regado por los ríos Diamante y Atuel se incorporó a fines del siglo XIX cuando esa región fue anexada a partir de la conquista del desierto.

En sus inicios, la vitivinicultura se desenvolvió en forma rudimentaria, para alcanzar el carácter de monocultivo, a fines del siglo XIX y convertirse en la base de la economía provincial. Durante el siglo XX, la actividad, orientada al consumo interno y a producir grandes volúmenes de vino de escasa calidad, fue marcada por crisis cíclicas, alcanzando su peor momento en la década del 80. A partir del último decenio del siglo, experimentó un notable resurgimiento manifestado en el mejoramiento de  los cepajes, en el perfeccionamiento tecnológico y en la producción de vinos de altísima calidad alcanzando el reconocimiento de los mercados internacionales más exigentes.

La etapa colonial o criolla (1561- 1816)

El proceso de culturalización del paisaje natural en el Oasis Norte se inició hacia el 1000 dC cuando las tribus primitivas pasaron de comportamientos nómades y seminómades al sedentarismo, estableciéndose en torno a las acequias y cauces naturales donde desarrollaron la agricultura. En este incipiente oasis y a orillas del Canal Zanjón don Pedro del Castillo fundó la ciudad de Mendoza en 1561. Un damero de cinco por cinco manzanas fue su estructura inicial, que tardó aproximadamente dos siglos en consolidarse. La red de riego, de origen huarpe, se amplió y así creció el oasis, donde se combinó el cultivo de viñedos, frutales, legumbres, cereales, alfalfa y ganado. Fuera de la zona irrigada, el secano estaba dominado por estancias con extensas pasturas dedicadas a la cría del ganado.

Durante los primeros tiempos de la colonización, la vitivinicultura tuvo poco protagonismo, se dio una elaboración rudimentaria, en pequeñas cantidades, para el consumo interno. Recién a partir  de los siglos XVII y XVIII fue incrementando su producción hasta abastecer, junto con San Juan todo el mercado nacional. [1]

La uva negra, del país o criolla era las más difundida por ese entonces, ésta se cultivaba sola o bien junto con otras variedades, como moscatel o uva blanca  con muy baja densidad por hectárea debido a su asociación con la alfalfa. Las viñas se cultivaban de cabeza o en parral[2] distribuidas en cuarteles separados por caminos para dejar paso a las carretas. Las parras plantadas de “cabeza” tenían una altura que oscilaba entre 1,40 a 2,00 metros donde cada planta era conducida por un tutor o rodrigón y se hallaban separadas de 3 a 4 varas unas de otras (2,53 a 3,38 mts.)

En estos paisajes la bodega tenía escasa significación, era un pequeño recinto  relacionado al ámbito de la vivienda con gruesos muros de adobe o tapia sin encalar y escasas aberturas que la hacían apta para soportar las grandes amplitudes térmicas entre el día y la noche.[3] Los techos estaban formados por tijerales de chañar o algarrobo, cubiertos con caña y torta de barro. Los procesos de vinificación y su equipamiento también eran rudimentarios; la uva se pisaba “a pata” o se la molía a mano con una zaranda de cañas.[4] Los lagares, según Pablo Lacoste, se construían con distintos materiales: los más económicos eran los de “cestones” también podían ser de cuero de vaca o de buey; mientras que en las bodegas más importantes se usaron lagares de adobe, piedra o ladrillo. El mosto y el hollejo eran recogidos en noques -baldes de cuero- o en pilones de greda o de piedra[5] según la jerarquía de la bodega y luego trasladado a grandes botijones de barro cocido donde se producía la fermentación. Estos recipientes se colocaban convenientemente sobre rollizos de árboles tendidos paralelamente sobre el piso de tierra para permitir su aireación y fuertemente aseguradas al muro de la bodega para evitar su caída. Terminada la fermentación se procedía al trasvase del vino nuevo a la vasija de conservación; una vez llena la tinaja con el vino nuevo, se tapaba y se sellaba con cal, yeso o barro, para evitar la entrada de cualquier cuerpo extraño. El vino se dejaba estacionar o añejar  hasta el momento de la expedición.[6]

Para soportar los largos viajes hacia los mercados de consumo, que podían durar entre treinta y cuarenta y cinco días, se mezclaba con el llamado “cocido” que provenía de calentar el mosto o caldo de uva.[7] El vino así obtenido se transportaba en recuas de mulas, que llevaban un recipiente a cada costado, o en las tradicionales carretas mendocinas. Los envases que se usaban eran tinajas de barro cocido, grandes (40 a 50 arrobas o sea 645,2 a 806,5 litros) o pequeñas, protegidas por totora entretejida; también odres de cuero de cabra o de buey, impermeabilizados con brea para evitar las filtraciones y hacia fines del siglo XVIII se usaron algunos tipos de barriles de madera.

El patrimonio arquitectónico correspondiente a esta época desapareció con el terremoto de 1861, hoy solo se conservan en museos particulares algunos bienes muebles como carretas, botijones, lagares de cuero, lagaretas y otros enseres que recuerdan esta etapa de nuestra historia de la vitivinicultura.

La época de transición (1816- 1885)

Entre 1816, Declaración de la Independencia y 1885 llegada del ferrocarril a Mendoza tenemos el período de transición de la vitivinicultura colonial a la vitivinicultura moderna. Después de las guerras de la independencia se inicia una nueva etapa para la vitivinicultura mendocina ya que se generaron las condiciones propicias para superar las trabas que España había impuesto al desarrollo económico regional. Pero tras un breve período de florecimiento a partir de 1830 sobrevino la crisis debido a la inseguridad jurídica, el auge de la violencia y el terrorismo de Estado.4

La producción vitivinícola sufrió una de las crisis más graves de su historia. La prueba es la vertical caída de la producción de vino, que se redujo de 3 millones de litros en 1827 a 1,6 millones en 1851.”[8]

Hacia mediados del siglo XIX, la Argentina atravesó un vigoroso proceso de modernización, conducido por la nueva política liberal y progresista, establecida en tiempos de la organización nacional. El desarrollo económico se caracterizó por el crecimiento agropecuario, la incipiente industrialización, la expansión de empresas comerciales y las inversiones extranjeras en obras de infraestructura (ferrocarriles, puertos, muelles, tranvías, obras sanitarias, telégrafos, y hacia 1880, el teléfono). Entre 1850 y 1880 la República logró incorporarse a los circuitos económicos mundiales apoyada en dos factores básicos: los ferrocarriles, que afianzaron la estructura territorial uniendo las provincias del interior en un sistema centrado en el puerto de Buenos Aires; y la incorporación de las tierras patagónicas, lograda por la campaña militar de Roca en 1879. La expansión de superficies aptas para la actividad agropecuaria y la gran inmigración aumentaron las riquezas exportables por el puerto metropolitano, movilizando un progresista  desarrollo del país.

En materia vitivinícola este período que va desde 1853 (aprobación del proyecto de creación de la Quinta Normal de Agricultura) y la llegada del ferrocarril en 1885, está caracterizado por la actuación de Michel Aimé Pouget, director de la Quinta Normal de Agricultura y por una europeización de la vitivinicultura impulsada por hombres de la élite quienes propiciaban imitar el modelo francés en cuanto al cultivo de cepajes y a la producción de vinos finos. Pouget fue el primero en introducir cepajes franceses en nuestro territorio, propagar su cultivo y enseñar métodos científicos en el aprovechamiento de los frutos. Si bien las condiciones locales no estaban dadas todavía para realizar este cambio profundo, se fueron operando una serie de transformaciones tendientes a la modernización de la vitivinicultura.

Respecto a los paisajes, no hubo grandes variantes ya que los cepajes introducidos por Pouget alcanzaron poca difusión. La bodega permaneció relacionada al ámbito doméstico y al de la hacienda; en su materialidad siguió siendo un edificio de adobe aunque adquirió nuevas proporciones debido al uso del álamo en las techumbres. Efectivamente, las cerchas de esta madera, introducida en la provincia en 1808, permitió cubrir mayores luces que las de algarrobo y chañar coloniales. En este periodo, se generalizó el uso de lagares de ladrillo y de piedra. En cuanto a las vasijas, se comenzó a utilizar el álamo para la fermentación y conservación reemplazando definitivamente a las tinajas de barro cocido. También comenzaron a difundirse las primeras moledoras manuales.

De esta época son muy pocos los testimonios materiales que se conservan, tal vez el  más importante, que llega a nuestros días, es la bodega de la “Hacienda de los Potreros” en Panquehua, Las Heras, propiedad que fuera de Benito González. Esta hacienda testimonia el paso de una economía basada en la producción de cereales y la cria de ganado a la especialización en la vitivinicultura.

La era industrial (1885- 1980)[9]

En el marco de un progreso y liberalismo crecientes, la llegada del ferrocarril, en 1885, y junto a él la gran inmigración, la sistematización de la red de riego, la incorporación de nuevas tierras de cultivo y la difusión de nuevos cepajes y técnicas de plantación trajeron aparejados cambios en el territorio en el paisaje y la arquitectura.

En lo territorial, las bodegas incidieron en los cambios de uso del suelo y en la  creación de nuevas estructuras de relación; fueron generadoras de poblamiento, actuaron como imanes para el establecimiento de viviendas, comercios e industrias, produjeron la valorización de las tierras aledañas y dieron origen a los primeros loteos, contribuyendo a hacer ciudad y a echar las bases de lo que hoy es el Gran Mendoza.

Una nueva organización, basada en la geometrización,  dada por la red de riego, los caminos y las hileras de las viñas, dominó los paisajes rurales. [10]   La difusión de cepajes franceses y modernos sistemas de plantación provocaron profundas transformaciones en los paisajes naturales y culturales. Algunas cifras nos dan la pauta de las características de este fenómeno; la superficie cultivada con vides pasó de 2.788 hectáreas en 1883 a 53.551 en 1911, registrando un aumento del 160% en tanto la producción pasó de 19.100 hectolitros en 1883 a 2.598.100 para 1910.

Las grandes bodegas, tuvieron un papel decisivo en la urbanización del agro, potenciando el crecimiento de ciudades y poblados. Paralelamente introdujeron una nueva escala en el paisaje y, junto a las casas patronales, fueron pioneras en el desarrollo de una nueva edilicia urbana. En lo arquitectónico, nació la bodega “moderna y tecnificada”, capaz de vinificar grandes volúmenes de uva en muy poco tiempo, como respuesta al modelo vitivinícola entonces vigente. La arquitectura del vino, a la luz del progreso y de los avances de la ciencia enológica,  sufrió profundos cambios que pasaron por una nueva disposición funcional del espacio, la sistematización altamente racional de sus componentes, la utilización de mayor equipamiento técnico y maquinarias, la incorporación de redes de infraestructura, el uso de nuevos materiales: hierro, vidrio, cemento y tecnologías de construcción y el uso renovado y masivo del ladrillo.

El tipo arquitectónico de las bodegas, consistió en grandes volúmenes simples, cúbicos, cuyo interés estético y representativo recaía en la caja muraria especialmente en la fachada principal. La expresión más corriente, fue la fachada clásica, muy relacionada con los templos renacentistas del norte de Italia, por su frontón triangular y, su portón frecuentemente en arco de medio punto y su óculo central. [11]

La otra forma de resolver fachadas consistió en ocultar el perfil resultante del uso de cubiertas a dos aguas, construyendo un muro más alto, con remate horizontal, y abrir en él más puertas y ventanas, de donde surge un parecido con la arquitectura doméstica de envergadura. Los palacios o villas renacentistas italianos son modelos por su composición simétrica y el lenguaje de sus formas. Las bodegas Tomba, Peñaflor (ex Cavagnaro Graffigna), Weinert y Tonelli son algunos buenos ejemplos.

El neo- renacimiento tuvo una amplia difusión en la arquitectura de este periodo probablemente por su geometría sencilla y lógica constructiva apta para racionalizar la construcción. El ladrillo permitió desarrollar vistosas fachadas molduradas, que resultaban de una construcción relativamente sencilla, ya que no requería terminaciones especiales, sino solo buenos albañiles. Fue un camino muy apropiado, usado también profusamente en otros tipos de arquitectura, utilitaria de la época en Europa y América.

La modernización también se hizo evidente en las maquinarias y el equipamiento de vasijas: el álamo, fue reemplazado por roble europeo y americano. Asimismo se innovó en la construcción de piletas dedicadas a la fermentación construidas con nuevos sistemas tales como el sidero cemento, la mampostería y el hormigón armado.

Consolidación y crisis (1937- 1980)

En este periodo la vitivinicultura se consolida como la principal actividad económica pero a su vez aparecen otras agroindustrias relacionadas (frutícola, hortícola y olivícola) que van a diversificar la economía provincial.[12]

Durante todo el siglo XX la vitivinicultura va a estar signada por crisis cíclicas determinadas por el continuo desfasaje entre oferta y demanda. La crisis internacional de la década del 30, afectó severamente la economía nacional y por ende la industria local. Una serie de medidas tomadas por el estado  tendientes a reducir la producción recompusieron la agroindustria que continuará en expansión con la plantación de uva criolla de alto rendimiento.[13]  Mientras que en 1910 el área cultivada ascendía a 44.722 ha., en 1950 alcanzaba las 125.301 ha., en este período de cuarenta años la superficie casi se triplicó. Tras una brusca reducción del área plantada con vid en 1937, de 9.751 ha. respecto al año anterior; retomó en 1939 la senda ascendente. El proceso se detuvo hacia 1978 con una cifra récord de 252.928 ha y, desde mediados de la década del 80, comenzó una retracción sostenida de las superficies implantadas hasta alcanzar a 146.709 ha. a comienzos de los ‘ 90.[14]

Consecuentemente con el modelo vigente, el periodo se caracterizó por la construcción de nuevos establecimientos y por la ampliación de la capacidad de vasija en las bodegas existentes. En cuanto a la imagen, abandonaron definitivamente los lenguajes historicistas y pintoresquistas que habían identificado la etapa anterior. A partir de la década del 60, la arquitectura en general y la industrial en particular se caracterizó por la difusión del hormigón armado y la prefabricación. Se difundió un tipo de edificación industrial basado en la fabricación de grandes elementos,  como  vigas pretensadas de característico perfil Y, cubiertas livianas, columnas y tabiques. Esta arquitectura, que además del uso del hormigón armado a la vista y de elementos prefabricados, se caracterizó por la flexibilidad de plantas, la modulación y el énfasis de la estructura como expresión plástica dio su impronta a notables edificios públicos y privados de la provincia. [15]

Paralelamente en estos años se difundió el “galpón” para usos industriales por su economía y rapidez de montaje. Este es un tinglado parabólico, de chapa ondulada con columnas y vigas reticuladas y muros de cierre de mampostería de ladrillón vinculada con hormigón armado. En general, sus fachadas no se resolvieron persiguiendo un interés estético sino que resultaron de la simple expresión de los materiales utilizados. Estos galpones resolvieron eficientemente y a bajo costo la necesidad de ampliar las instalaciones de numerosas bodegas, así como también la construcción de otras nuevas. En otros casos, la necesidad de ampliar la vasija a bajo costo, se resolvió con la construcción de enormes tanques de hormigón armado o tanques de hierro (ex bodega Giol,1976) a la intemperie.

La crisis de un modelo

Tras unos años de bonanza, la crisis de 1970 marcó el quiebre definitivo del modelo vitivinícola centrado en la producción de grandes volúmenes vínicos de baja calidad dirigido al mercado interno.  La agresiva irrupción en el mercado de bebidas gaseosas y de cerveza provocó una caída en la demanda de vino común, que pasó de más de 90 litros per capita en 1970 a 55 litros en 1991. Este derrumbe en la demanda coincidió con la creciente producción de miles de hectáreas de uva criolla plantadas a fines de los años ’60 y principios de los ’70. Se produjo, por tanto, un nuevo desequilibrio entre la oferta y la demanda. La mayoría de las grandes bodegas que habían dominado la industria durante cerca de un siglo, quebraron. Al ciclo de euforia siguió la depresión. Se arrancaron más de 150.000 hectáreas de viñedos, mientras Mendoza quedaba sumergida en una crisis sin precedentes. Esta crisis se hizo sentir en los paisajes y la arquitectura. La falta de planificación estatal, en cuanto a usos del suelo impulsó la sustitución de los viñedos tradicionales por la construcción masiva de viviendas, “desarticulando los oasis y desbaratando para siempre sus estructuras funcionales y productivas”.[16] El paisaje de viñedos de los mejores lugares del Oasis Norte, fue degradado, “fragmentado por vías de circulación primaria, por zonas industriales heterogéneas o por zonas de usos mixtos atentando contra la calidad de vida.”[17] Paralelamente, el avance de la urbanización hacia la periferia de la ciudad y de las cabeceras departamentales de la zona núcleo determinó que las grandes bodegas quedaran ahogadas en la trama urbana. Sus cascos industriales cedieron a la especulación inmobiliaria, quedando afectados operativamente y reducidos a su mínima expresión. La caída de la actividad ferroviaria fue otro factor que contribuyó a la desarticualción de los oasis productivos; el ferrocarril, que había sido su principal estructurador tuvo que competir con el autotransporte a partir de la década del 40 quedando fuera de uso 50 años más tarde. Ello provocó el abandono de los pueblos que habían nacido a su vera y  la pérdida de la integración económica y cultural.

Una nueva era 

Entre fines de los años ’80 y principios de los ’90 se inició una nueva etapa en la industria vitivinícola de Mendoza. La entrada de la economía nacional en el neoliberalismo implicó la implementación de un modelo de apertura, ajuste y desregulación a nivel provincial.[18] Este nuevo modelo integró los territorios al mercado mundial y exigió políticas de reconversión, acelerados procesos de innovación tecnológica y organizacional.[19] Los antiguos bodegueros inmigrantes, de tiempos del Centenario, con sus bodegas gigantes para vinos comunes, fueron sustituidos por nuevos empresarios, nacionales y extranjeros, que apuntaron a pequeñas producciones de altísima calidad, tanto para el mercado interno como para exportación.

En los últimos 15 años se han generado grandes avances en mejoramiento de la calidad de los vinos, tanto por la selección de cepajes, como por los sistemas de cultivo (riego por goteo, protección mediante mallas antigranizo), la tecnología de elaboración, el envasado en origen, y los nuevos sistemas de comercialización en redes globales. Como resultado, la industria vitivinícola argentina se ha posicionado en el mercado internacional iniciando una tarea exportadora de grandes proyecciones.

Las bodegas presentan novedades tipológicas, funcionales, tecnológicas y estéticas. Los arquitectos han tenido que enfrentar el desafío de resolver un buen funcionamiento enológico y los espacios destinados al turismo: salas de cata, restaurantes, hospedajes, museos y salas de exposición son parte de los programas de estos renovados establecimientos. Otro aspecto que se advierte en el diseño de las bodegas es su relación con el paisaje, hay una búsqueda de integración de la arquitectura a través de la forma y los materiales a fin de potenciar la naturaleza donde se haya inserta. Según la arq. Eliana Bórmida “El paisaje regional comunica rasgos diferenciadores, de identidad, y eso es muy bueno para afirmar al producto en la memoria.”[20]

El fenómeno de globalización influyó también en el desarrollo del enoturismo y en consecuencia en la valorización de la arquitectura y de los paisajes del vino como recursos turísticos. “En la actualidad el vino ha adquirido una serie de valores que sobrepasan los que puedan tener cualquiera de los otros productos agroalimentarios. Por muy diversas circunstancias en la última década, y con una diferencia temporal que distingue a unos países de otros, todo lo relacionado con el mundo del vino ha alcanzado una especial distinción”. [21]

Hoy, existe un especial interés entre los consumidores y amantes del vino en conocer sobre la cultura del vino, saber de viñedos,  poder consumir ciertas marcas y aún visitar las bodegas y los terruños donde se elabora ese vino. Estamos, según Vicente Elías Pastor, ante un producto que “está de moda” y alrededor del cual se han desarrollado múltiples actividades relacionadas y que se conocen como “Turismo del Vino”. Mendoza no ha sido ajena a este fenómeno y Bodegas de Argentina[22] en 2001 desarrolló un proyecto de enoturismo: "Los Caminos del Vino" cuyo principal objetivo fue mostrar al mundo una imagen atractiva de las empresas y de sus marcas, a través de las cuales el turista también pudiera conocer la industria vitivinícola argentina.[23] 

Paralelamente se está difundiendo a nivel mundial una conciencia generalizada en torno a la protección de los paisajes de la vid y el vino como caracterizantes de las culturas que los producen y que los hacen únicos e irrepetibles. En este sentido   la UNESCO en estos últimos quince años ha declarado diez paisajes de viñedos como Patrimonio de la Humanidad; ello pone de manifiesto la relevancia que ha adquirido el tema a nivel mundial. Las Montañas de Tongariro de Nueva Zelanda (1993); las regiones italianas de la Costa de Amalfi y Cinco Tierras en Liguria (1997);  Saint Emilion, dentro del área bordelesa en Francia (1997); el Alto Duero portugués (2001);  la zona isleña de Pico en el archipiélago de las Azores (2004) y la región de Lavaux en Suiza (2007) son algunos de los paisajes culturales del viñedo que recibieron esta distinción.[24] Estas declaratorias nos deben hacer reflexionar sobre la importancia de nuestros paisajes vitivinícolas en la consolidación de una identidad propia que sustente la imagen de los vinos mendocinos en el mundo y por lo tanto la necesidad de estudiarlos profundamente, protegerlos y ponerlos en valor.

Conclusión

Mendoza posee un rico patrimonio del vino forjado a través de sus más de 400 años de historia. La expresión material de este patrimonio está testimoniada por los paisajes culturales “tradicionales” heredados del modelo industrial de la vitivinicultura y de su evolución hasta nuestros días y los nuevos que van surgiendo en tierras vírgenes y casi vírgenes. Por otro, las bodegas centenarias y las construidas en esta última década con renovadas propuestas tipológicas y tecnológicas. Hoy, la búsqueda de la identidad regional en los vinos y en los productos turísticos es un tema central dentro del sector vitivinícola. Parte fundamental de la identidad de los vinos está dada por los paisajes culturales y las bodegas que los sustentan y les dan origen por lo tanto es necesario rehabilitar los paisajes degradados de los oasis productivos y salvaguardar los nuevos incorporados en las últimas dos décadas. Es necesario entonces hacer un análisis profundo del patrimonio  vitivinícola y de sus componentes, complementario a los análisis realizados desde otras disciplinas. Este enfoque nos permitirá la interpretación de los procesos históricos de formación y de transformación de las construcciones, las tramas urbanas, las ciudades y las estructuras territoriales existentes; nos permitirá adentrarnos en las historias locales, rescatar la memoria, identificar las potencialidades y dilucidar las problemáticas y a partir de allí formular proyectos que permitan una valoración de los paisajes culturales, el desarrollo sustentable de las comunidades involucradas y finalmente ampliar y enriquecer la oferta que desde el estado provincial y la iniciativa privada está dirigida al turismo agrario y enológico.